A pesar de la lluvia, Milagrito no se arredra en la diligencia marcial de su paso a primera hora de la mañana. Mis lumbares se resienten ante la contundencia del deseo del perro por escudriñar  los olores de cada esquina. Milagrito husmea y se para a cada instante en su afán de comunicar al mundo perruno con sus micciones  que esos lugares son suyos, que reconoce a los que son como él, que tiene nobleza, que es buen perro, que es leal , compañero y que a pesar de sus patas cortas y su cuerpo asalchichado tiene la fiereza de los machos .

La lluvia achina su mirada miel y empaña los cristales de mis gafas. Me miro en la luna de un café vacío por lo temprano de la hora. No me he lavado la cara. Los rizos amoldados por la almohada me dan un aspecto asalvajado. Me instalan en ese momento de abandono matutino donde te vistes con la premura de un sirviente que tiene una función precisa, llevar a su perro a iniciar un nuevo día entre orines y cacas. Solo el color negro de la ropa da coherencia al arracimamiento de prendas y texturas superpuestas sin concierto, sin la cordura del gusto. Es una elección ciega entre el sueño de la aurora y la desgana de los desmotivados.

Milagrito recorre los espacios de la pequeña plaza desangelada y sola. Yo le espero, con la paciencia de los que aman y por eso siempre esperan, bajo el toldo naranja de la guardería protegido de la lluvia sin quitar la mirada del pequeño cuerpo tricolor que despliega su belleza. Veo que se para en firme y observa algo que le llama la atención sobre un pretil desconchado. Voy a ver de qué se trata temeroso de que su gula perruna le haga comerse algo que pudiese hacerle daño. Miragrito mira atento el cuerpo de una paloma muerta. El pájaro tiene la cara vuelta hacia un lado y las patas rojizas encogidas hacia el pecho. La lluvia a perlado de gotas de agua su plumaje negro y gris. Retiro al perro y le increpo para que no se acerque. Yo observo al cuerpo pequeño y yerto. Pienso. Seguramente se sintió mal y eligió una esquina de cemento para morir sola. Me voy. La vida conlleva a que lo  vivo se vaya sin previo. Se llevan su piel. Su calor. Se van y se llevan su voz. La ternura. El tacto de sus dedos. Sus texturas. Lo vivo empaqueta sus cosas y se las  llevan en  hatillos . Mi madre se fue y dejó sus cosas. Las cosas que la hicieron . Las cosas desperdigadas en el espacio que definían su día a día. El cepillo de dientes desvencijado. El peine de plástico ámbar . Una braga de encaje malva doblada con esmero. El monedero con el último número de la lotería que compró. La llave sola con un pequeño lazo de raso celeste. El neceser de tartán que huele a rosa antigua. Su olor.

Rosario dejó la casa llena de sus cosas y se fue desnuda y sola .Esas cosas me la devuelven a cada momento. Una cajita llena de encajitos doblados con ese esmero que solo la gente que nació en la miseria tiene entre los dedos. Las huellas indelebles de mujeres pobres que adoraban la belleza recoleta de una flor bordada.

Otra cajita guarda el trozo de un rosario de pétalos de rosa  y los restos de los dedos amputados de un muñeco negro que Milagrito mordió. Una fiambrera con un potaje de lentejas congelado. Una cola de pescadilla envuelta en papel de estraza en el segundo cajón de la nevera. Un trozo con el número de teléfono del fontanero lleva su letra. Son números torcidos. Inválidos. Un nombre, Paco, desvela una caligrafía cauta. Torpe. Son las letras de esas mujeres que aprendieron de manera discontinua. Mujeres de una postguerra donde comer a diario era un bello sueño.

Mi madre ya no está. Sus cosas las uso para reconstruir su día a día . Solo quiero aprenderla. Guardarla. Solo quiero retener ese “ten cuidaito”que me dijo antes de irse. Esas palabras que solo la madre dice desde la verdad absoluta. Desde el miedo. Desde el amor más bonito. A su lado ,fetal y solo, volví a su útero tierno y hogar. La olí. Busqué dentro de su boca. La lamí. Busqué el calor.El aire. La queja. El suspiro. Lloré todas las lágrimas que dejé olvidadas desde que me llenó de amor entre sus brazos siendo niño. Desde que me dio tu teta y su vida. Desde que olvidó su vida para vivir la mía.

Vuelvo a la casa. Cuelgo la ropa. Toda es negra. Desde que mi madre se fue solo uso la última parte del armario. La segunda tabla del zapatero. La esquina derecha del pequeño cajón de la cómoda. Todo es negro es esos huecos. Las prendas se solapan en las perchas, ordenadas con esmero como soldados firmes enlutados que miran al frente sin preguntar nada. Mi mano enerva el orden desarmando la quietud negra. El color se quedó esperando el paso del dolor para ubicarse en mí de nuevo. Todo es negro en mi vida ahora. Cada prenda. Cada recuerdo. Cada palabra. Cada hora. Cada comida. Cada abrazo. Cada Te quiero.

En la liturgia monástica, cuando aún de noche, el monje o la monja se despiertan en el silencio y la soledad de la celda, celebran el “oficio de la espera”, un tiempo de guardia velando a la espera del esposo que viene en medio de la noche. Es un tiempo de intersección por todos los hombres victimas de la duda, del sufrimiento, del error. Ahora el oficio de mi espera es aprender a vivir con la ausencia. Soy un hombre solo vestido de negro siempre.